CONOCE LA HISTORIA DE MAYRA

Soy Mayra tengo 45 años. Estoy casada con Alberto, un buen hombre con quien tengo dos hijos maravillosos, una parejita, de 13 y 16 años. Me considero una mujer preparada e inteligente. Tengo carrera y dos maestrías. Trabajo y hoy me considero muy independiente.

Hace cinco años perdí la paz. Escuchar la palabra “cáncer” cuando estaban hablando de mí, de mi mama, fue terrible. ¿Yo? ¿está segura doctora? Pero ¿por qué? No puede ser. Sentí tristeza, enojo, angustia, dolor, pánico, no sé cuál de todas esas cosas era más fuerte en ese momento. Me sentí perdida, extraviada, dolida en lo más profundo de mi ser. Llamé a Alberto y se lo conté de golpe: “¡Tengo cáncer de mama y me voy a morir!”. Sólo hubo silencio del otro lado del teléfono. Y después: “¿Qué?” “¿Dónde estás? ¿Qué pasó? No te mueras por favor. Llegué a casa y él ya estaba ahí, desconsolado, confundido, preocupado.

Platicamos largamente acerca de lo que me había dicho el médico. Como yo estaba segura de que todo iba a estar bien, ni siquiera le avisé Alberto que me harían una biopsia. Pobre. Ahora puedo entender su confusión. Me dijo: “Vamos a salir de ésta, nos va a ir bien”. ¿Por qué hablaba en plural?, ¿”Nos”? ¿A qué te refieres? ¡La enferma soy yo! Sólo atino a responder: “Estamos enfermos, es de los dos, yo también estoy en este barco”.
Y una semana después empezó todo: cirugía, reconstrucción, que si el ganglio, que si el implante. Dolor mucho dolor. Drenajes, terapias, rehabilitación. ¡Era real! Sí estaba sucediendo, sucediéndome a mí. Ahí fue mi encontronazo con la realidad. ¿Me voy a morir? ¡No! Por supuesto que no. Me hacen falta tantas cosas por vivir. Algo pasó. Algo cambió. Me di cuenta que necesitaba hacer algo, pero ¿qué? ¡Pues de entrada no morirme!

Empecé a leer y a preguntar. Tuve la gran fortuna de estar en manos de la Dra. María del Rosario Cueva y su equipo de médicos muy profesionales que me acompañaron durante todo el camino. Yo me comprometí a hacer lo necesario para salvarme. Ella, por su parte, a brindarme la información necesaria para que yo tomara decisiones y a guiarme por el doloroso camino que tenía que enfrentar.

Inicié un camino de sanación, por dentro y por fuera. Me recomendaron ir con una nutricionista especialista en cáncer, parte del grupo de expertos. Cambié mi dieta. En un principio no me gustó, pero curiosamente empecé a sentirme mejor. Bajé de peso casi sin darme cuenta. Fui también con una psicóloga del grupo. Me di cuenta de que había algunas cosas de mi pasado y de mi presente que estaban enfermas también. Poco a poco me fui percatando de lo abandonada que me tenía. Había dejado de hacer y de comer de las cosas que me hacen bien. Decidí que mi prioridad iba a ser yo. También le entré a la onda de la medicina integrativa y te puedo decir que casi no tuve molestias durante la quimioterapia y la radioterapia.

Tuve el apoyo de Alberto y de mis hijos. Hicimos cambios familiares también. Las largas caminatas juntos es lo que más recuerdo con cariño. Sin celulares ni distracciones. Sólo nosotros cuatro.

Fueron meses largos. Conocí a mucha gente: médicos, enfermeras, técnicos, entre otros. También a otras pacientes como yo. Quimioterapia, radioterapia y no sé cuántas cosas más. Laboratorios, análisis, estudios y pruebas constantes.

Se me cayó el cabello. Alberto se rapó y estuvo así hasta que mi cabello regresó. Yo lloraba y él me consolaba. Nos tomamos fotos y hoy nos reímos mucho de ellas.

Fue un camino difícil, no lo voy a negar, pero también fue enriquecedor y de gran crecimiento. Desde el momento en que me di cuenta de que en verdad podría morir empecé a hacer cosas diferentes. Si me iba a morir iba a hacerlo por la puerta grande, haciendo las cosas que nunca me atreví a hacer y para las cuales nunca tenía tiempo. Escribí cartas a muchas personas diciéndoles lo que significaban para mí, dándoles las gracias por haber sido parte de mi vida en algún momento. Hice tiempo para los amigos y la familia. Ya no me quedaba callada. Si algo me gustaba o no, lo decía. Me volví auténtica. Fue liberador dejar de vivir con los protocolos sociales establecidos.

Y crecí. Me volví la mejor versión de mí misma. Una mujer independiente en todo el sentido de la palabra. Una energía insospechada me invadió. Quería hacer cosas, muchas cosas: ¡quería vivir! Poco a poco el miedo, la tristeza y el pánico fueron desapareciendo, abriendo paso a la alegría, la serenidad y el entusiasmo. No me malinterpretes, hubo y hay aún momentos de enojo y desesperación, pero hoy veo la vida diferente, no dando por sentado nada.

Hace algunos meses se hicieron los estudios de los cinco años, esos que te dicen que lo lograste y lo logré. Pero no lo hice sola. Mi esposo y mis bellos hijos me acompañaron. Me dieron fuerza cuando no había de donde sacarla. Me dieron esperanza. Nunca se dieron por vencidos. Gracias es una palabra demasiado pequeña para agradecer. Los amo.

Todo el equipo de profesionales que me dieron lo mejor también hizo esto posible. Nunca me abandonaron. Están todos ustedes en mis oraciones. Gracias por devolverme la salud.

Y tú, que estás leyendo estas líneas, gracias también. No tengo el gusto de conocerte, pero de alguna manera sé quién eres y por lo que estás pasando. Yo fui tú y tú serás yo. ¡Ten fé! ¡No pierdas la esperanza! Trabaja duro. Nada se moverá si no te metes a fondo. Comprométete y haz que las cosas sucedan. Vive este proceso en paz de la mano de Dios. Alégrate por cada bocanada de aire que entra a los pulmones. Aprende a ver lo hermoso que tiene cada momento. No pretendas ser de acero porque eso no existe. Date permiso de ser débil y vulnerable en esos momentos de flaqueza. Y después saca fuerzas de la nada. Rodéate de gente que te haga una mejor persona y camina siempre para adelante. Nunca olvides quién eres y lo que te trajo hasta aquí. Vive con alegría, nadie sabe que va a pasar mañana.